Hace un tiempo, para mí era una molestia realizar cierta actividad propia de la casa: ¡planchar! Probablemente también le pasará lo mismo a otras mujeres casadas y aun solteras.

Me encontraba dando gritos en mi mente, peleando con la plancha, con la ropa, inclusive exteriorizaba mi molestia, estaba en tensión y me ponía de “mal genio”.

Intenté buscar solución y concluí que comprar una mesa de planchar resolvería mi problema, porque no tenía una y pagar a alguien que hiciera la tarea no era rentable para nuestras finanzas en ese momento.

Así que me convencí de que la única solución era la mesa de planchar, cuando la tuviera TODO, se resolvería. Cada vez que iba a almacenes de artículos para el hogar la buscaba, miraba precios y desistía. Pero a la hora de planchar otra vez se repetía la escena. Un día mientras planchaba, en medio de mi queja, Dios habló a mi vida:

“¿Realmente crees que la solución es la mesa? ¿Crees que cuando la tengas,
todo será mejor? ¿Tu actitud mejorará?”

Dios trajo a mi mente Colosenses 3:23-24 “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís”.

Puede parecer simple, pero me di de cuenta que en esta tarea tan práctica era aplicable este versículo, así como en todo lo que hacía en mi día a día.

Comencé a repetirme la cita cada vez que tenia que hacer esa actividad, ¡y me llevé una gran sorpresa! Comencé a fijarme que esta tarea no era la única que me generaba la misma frustración.

En cada uno de los roles que desempeñaba había una “mesa de planchar” que, según yo, me faltaba para que todo saliera mejor: cómo esposa, cómo madre, cómo sierva de Dios y cómo trabajadora. Siempre tenía una excusa para justificar mi actitud inconforme y frustrada––“si tuviera esto o aquello, las cosas fueran más fáciles”.

Pero poco a poco Dios me permitió ver que había creído la mentira que requería algo para ser realmente feliz o buena en lo que hacía o que era
necesario que mi realidad cambiara para entonces poder hacer todo con agrado.

Entendí que no estaba haciendo las cosas para Dios sino para mí misma: con el fin de cumplir mis expectativas o de quedar bien con los demás. Pero pude ver que aunque las circunstancias cambiaran–- el problema era ¡YO!

Mi corazón no estaba siendo agradecido y, principalmente, no estaba poniendo la mirada en Jesús–- en lo que Él ya me había dado para obtener la victoria. Tenia que entender que Él siempre es suficiente y que era en Él en quien debía poner mi confianza y a quien debía agradar antes que a nadie más.

En Jueces 6 y 7, Gedeón se describió como un hombre débil y pequeño, que no sería capaz de cumplir con lo que Dios le estaba encomendando: salvar a Israel de los madianitas. Sin embargo, Dios le dijo que estaría con él y que los derrotaría como si fueran un solo hombre.

Lo curioso es que no le permitió ir con todos los hombres que tenía su ejército porque sabía que el orgullo de su corazón les haría desconocer la mano de Dios y se atribuirían la victoria. Así que solo trescientos hombres fueron a la batalla y con estos “pocos” entregó a los madianitas en sus manos.

Dios quiere darnos victorias en todo lo que hacemos y que dependamos solo de Él para obtenerlas. Lo que Dios nos ha dado, lo que tenemos, es suficiente porque Él está con nosotros.

Es increíble ver hoy cómo estas verdades me han permitido asumir las mismas tareas de antes, con las mismas herramientas, pero con una actitud diferente. Pues, hoy en mi corazón está la convicción de que cuando hago las cosas para Dios, para agradarlo a Él, todo es diferente, porque está conmigo y me ayuda a ganar la batalla con lo que tengo y no con lo que quisiera tener o creo necesitar.


Y en tu vida, ¿existen mesas de planchar?
¿Estás haciendo todo como para Dios?
¿Estás confiando en que Dios te da lo justo y
necesario para vencer y ganar las batallas?

Leidy Bueno Sanabria, es colombiana y profesional en Contaduría Pública. Está felizmente casada y es madre de un hermoso niño de 7 años. Desde muy niña, sintió un anhelo de servir a Dios. A sus 30 años, ha servido con los jóvenes, cómo diácono, y actualmente, en la alabanza. Le apasiona escribir lo que Dios inspira a su corazón para compartirlo con otros.


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